…eres núcleo de esa malla
que cubre mis espaldas
con la posibilidad de que seas
lo que llaman ángel de la guarda.
Cobijo.
Abel Pérez Rojas.

Sé que cada vez es más difícil confiar en la bondad de las personas.

No es para menos, la bondad es usada como una especie de careta para timar, defraudar, enriquecerse, mentir, aprovecharse –paradójicamente–, de quienes aún confían en la bondad.

Menguada la confianza a los niveles más ínfimos, la lógica del sistema taladra nuestras mentes de mil formas, de tal manera que, cada quien duda de su propia bondad.

Inmersos en desconfianza, la paz y la tranquilidad salen por la puerta y la noche se hace a nuestro derredor.

Entre esa oscuridad reinante nunca faltan personas de buen corazón que abren sus cálidas alas para cobijar a quien lo necesita.

Este año me he topado con varios seres encapsulados en personas que me han procurado como si se tratase de ángeles de la guarda cumpliendo su misión.

Hace unas semanas mientras regresaba de Temuco a Santiago de Chile, debía descender del autobús kilómetros antes de ingresar a la capital para poder conectar con un grupo de escritores hospedados en Graneros.

El descenso sería a las afueras de la ciudad, en plena carretera a las orillas de una estación de combustible.

Eran las 5:30 de la mañana, el día muy fresco y aún oscuro.

Descendí según las instrucciones y llamé por teléfono al taxista que uno de mis amigos me recomendó; un conductor que a su vez había sido referido por un tercero.

Con pocos elementos de confianza –al menos muy pocos para un mexicano acostumbrado a que ningún filtro de confianza es suficiente, porque siempre hay alguien que está buscando como violarlos–, aguardé impaciente la llegada del conductor.

Después de unos minutos apareció Patricio, quien, por cierto, no se llamaba como me habían dicho que se llamaba, pero el número telefónico sí era el mismo que me habían proporcionado.

En medio de dudas y confiando en la seguridad chilena abordé el auto y empezamos el viaje.

En diez minutos estábamos a las afueras del centro vacacional al cual me pidieron que me dirigiera.

Después de unos minutos de tocar el claxon, hacer unas llamadas a mi querido amigo Raúl Estrada, nadie nos abría el portón.

Los minutos se convirtieron en media hora.

Raúl Estrada imposibilitado a unos kilómetros de distancia a acudir a recogerme, porque en la cabaña en la cual se hospedó lo dejaron tan bien protegido que no había forma de cómo pudiera salir con su automóvil para ir por mí.

En el centro vacacional no había ni la más  mínima señal de vida de alguien que se hiciera cargo de la entrada del estacionamiento, no obstante que al interior un grupo de escritores de varios países estaban a un par de horas de emprender un viaje a Sewell, ciudad minera deshabitada, ubicada en la cordillera de los Andes, declarada por la Unesco en el 2006 como Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Afuera el frío y un trío de perros callejeros de apariencia agresiva.

El tiempo seguía transcurriendo y yo arriba de un taxi cuya tarifa aumentaba con cada minuto.

Le pedí a Patricio, el taxista, que me dejara ahí para que no aumentara lo que tenía que pagar, que yo esperaría haciendo guardia a la entrada de ese estacionamiento quizá una hora y media más, hasta que alguien llegara.

Patricio se negó, argumentó la baja temperatura y el riesgo de quedarme solo en medio de esa zona boscosa.

Después de casi una hora de espera, de sueño, aburrimiento y en el cual las charlas intrascendentes ya se habían acabado, Patricio, el amable taxista me dijo que él vivía a diez minutos de ahí, me invitó a tomar un té y a esperar las ocho de la mañana para que alguien del centro vacacional pudiera atenderme.

No acepté.

El tiempo seguía transcurriendo.

Nadie aparecía a atendernos.

Los perros agresivos ya se habían acostumbrado a los constantes pitidos del claxon del taxi.

Afuera el frío no cedía.

El tiempo seguía transcurriendo.

Tratando de ser lo más claro posible le dije a Patricio que yo respeto todas las preferencias sexuales, pero que a mí no me gustan los hombres; Patricio sonrío, me dijo que a él tampoco.

Aclarado ese punto, por fin acepté ir a la casa del amable taxista que dos, tres o cinco veces me había dicho que antes que pensar en dinero él anteponía la seguridad de los viajeros.

Pero yo vivo en México y, lamentablemente padecemos de un clima de violencia en donde la confianza parece que no tarda en llegar a un punto de no retorno.

Llegamos a la humilde morada de Patricio. Una casa al lado del taller mecánico que lo emplea a partir de las once de la mañana.

Patricio activó el televisor, ubicó el noticiero matutino y empezó a preparar té.

Así, mientras el reloj seguía avanzando, el desconocido taxista y yo dialogamos sobre mis poemas y mi labor comunicativa.

Conocí más de Patricio, de cómo quedó viudo, de cómo trata de hacer el bien desde sus posibilidades.

Patricio me compartió que no tiene más pretensiones que hacer lo que hace: mecánico de mañana a tarde, y luego, toda la noche de taxista.

Dice que para él eso es felicidad, porque le mantiene distraído, le permite conocer nuevas personas y porque no se aburre, además de que le pagan.

Habían transcurrido cerca de dos horas desde que Patricio me recogió en la carretera y ya me quedaba claro que ese hombre sencillo estaba ese día en funciones de ángel de la guarda, de mi ángel de la guarda, al menos.

Vimos el reloj, Patricio me llevó a mi destino en el cual sin contratiempo pude enrolarme en la travesía a Sewell.

Me despedí de Patricio Vega después de que solo me cobró la tarifa acordada desde antes de que supiéramos todo lo que pasaría y dejó en mí lo adicional que yo quisiera darle.

Desde aquel día cada domingo envío por Whatsapp mi artículo semanal a mi “ángel de la guarda” en Graneros, Chile.

Las flechitas azules de la mensajería me indican que ya recibió y leyó mi reflexión periódica el buen “Pato”.

Siento que Patricio presume en buena lid mi amistad, porque como me lo dijo alguna vez: “es que usted es alguien muy importante venido de muy lejos”.

Yo ahora, desde la comodidad de mi estudio en la ciudad de Puebla, México, le contesto a Patricio que el honrado con su amistad soy yo, y que las incomodidades de aquella experiencia valieron la pena por haberle conocido y, confirmar, que sí hay esperanza para la bondad y desde la bondad, además de que, no siempre se conoce a un “ángel de la guarda” enfundado en taxista, ¿o no?

Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) es escritor y educador permanente. Dirige Sabersinfin.com