Vivimos tiempos revueltos. Vivimos tiempos en el que anhelamos la paz, pero vivimos en guerra. Son tiempos de inmediatez, son tiempos del síndrome de Gertsmann, ese que hace que la gente confunda la izquierda con la derecha.

México está confundido, enfermo de ese síndrome y al parecer hemos escogido al terapeuta equivocado.

Los ciudadanos estamos atrapados en el maniqueísmo de la retórica al que estamos expuestos, queramos o no, al despertar cada mañana. Nos explican mediante frases populacheras, lecciones de historia, de esas tipo monografía, y largas, muy largas respuestas quienes son los liberales y quienes los conservadores (del siglo XXI), quienes son los buenos y quienes somos los malos

Si todo quedara ahí, en un simple comentario, sería mucho más fácil tratar de encontrar un punto de acuerdo que haga de la convivencia cotidiana algo más llevadero. Hoy en día, se ha convertido en deporte nacional el encontrar el mejor insulto para una sociedad reactiva que constantemente está a la defensiva, independientemente de que si son conservadores o neoliberales.

El mensaje ya no importa, el mensaje pasa a segundo plano, lo importante es el insulto, es la mofa, es en síntesis polarizar, pues se sigue la gran máxima: divide y vencerás.

Lamentablemente con esa estrategia ya no hay nada que ganar, por lo menos en un ámbito de paz social. Cotidianamente el personaje que debería ser el encargado de reconciliarnos, es quien más nos separa. Parece que esconden secretas intenciones, no sé para qué, pero a corto plazo esto puede traer consecuencias muy negativas para todos.

Pasan los días y se pretende cambiar las agendas con temas menos trascendentes para comenzar fútiles debates tales como: ¿racismo o discriminación positiva? O el de ¿fue o no fuel estado el responsable de la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa? Esto lo hacen con el evidente propósito de distraernos del verdadero flagelo que azota al muy herido México, la inseguridad.

A diferencia de Calderón que tuvo literalmente que tragarse el orgullo, por decir lo menos, López Obrador le hace “fuchi, guácala” a Javier Sicilia, su otrora aliado cuyo único delito ha sido mostrarse inconforme ante el canje de balazos por abrazos demostrando así la carente empatía que siente por las víctimas del crimen organizado. Igual, a diferencia de Calderón que se trasladó a Ciudad Juárez tras la masacre de Villas de Salvárcar, los LeBaron tienen que venir a verlo a él.

Sonora le queda lejos, y para eso está Marcelo.

¿Qué pasará en la reunión con los representantes de la familia LeBaron? Los recibirá en Palacio Nacional, se tomará una foto con cara de compungido, la subirá a sus redes, recibirá los aplausos de sus huestes y ya. De ahí no va a pasar. Y de ahí no va a pasar porque no se vislumbra un ápice de voluntad política de combatir al crimen organizado, no hay voluntad política de ejercer el derecho del uso legítimo de la fuerza.

Ante la falta de una oposición negada en darse cuenta de que la narrativa debe ser la inseguridad y que sigue abriendo cada una de las cajas chinas lanzadas por el gobierno federal se respira un aire tétrico, un aire triste, un aire de incertidumbre y una percepción muy lejana de que siempre vendrán tiempos mejores.

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