Los posgrados que envejecen antes de nacer
por Luis Enrique Sánchez Díaz
Hay días en que uno mira el mapa del posgrado en México y siente que está viendo un álbum familiar mal editado: rostros borrosos, fechas que no coinciden, títulos que nadie reconoce más allá de la mesa donde se firmó el acta de creación. Y aun así, ahí seguimos, inaugurando programas como si con bautizarlos bastara para otorgarles prestigio. Porque en este país, ya lo sabes, nos encanta la ceremonia aunque el contenido venga en modo ahorro.
No sé en qué momento aceptamos (con la resignación del que paga la luz sabiendo que de todos modos va a subir) que los posgrados públicos dejaran de competir con estándares internacionales y empezaran a competir con su propio deterioro. Uno revisa los planes de estudio y entiende por qué tantos estudiantes, cuando los entrevisto o me los topo en pasillos, parecen estar en un limbo raro: no es ignorancia, es desorientación. Una cosa más grave.
Quizá el problema empezó cuando confundimos “formación avanzada” con “más diapositivas”. O cuando creímos que un seminario de dos horas con un académico improvisado equivalía a la idea (esa sí difícil) de especializarse de verdad. Hay maestrías que se presentan con los mismos adjetivos cansados de siempre: “integral, innovadora, pertinente”. Y uno se pregunta si en algún lugar del país existe un programa que se describa a sí mismo como “mediocre, repetitivo, irrelevante”. Probablemente no, aunque algunos lo sean.
Pero el fondo es otro. Y aquí sí hablo desde la entraña, desde esa mezcla incómoda entre profesor y ciudadano que intenta no autoengañarse: el posgrado en México se deteriora porque nuestras instituciones dejaron de entender que el conocimiento es un trabajo serio y no una escenografía. Muchos programas no nacen de una reflexión académica, sino de la necesidad administrativa de tener algo que ofertar. Algo que se pueda presumir en un informe, en un video institucional, en una reunión con empresarios que aplauden por cortesía, no por convicción.
A veces pienso que diseñar un posgrado debería doler. Digo “doler” en serio: como cuando uno intenta escribir honestamente y se da cuenta de que tiene que borrar más de lo que deja. Pero aquí no duele nada. Se diseña con la ligereza del folleto, con el espíritu del trámite. Luego llegan las generaciones y, claro, la realidad se encarga de exhibir lo que nadie quiso revisar.
Lo más triste ni siquiera es eso.
Lo más triste es que algunos colegas todavía se sorprenden.
Hay quien pregunta, con esa ingenuidad tan mexicana que suele disfrazarse de preocupación institucional: “¿Por qué nuestros egresados no están al nivel?”. Y uno (que ya está cansado de ser diplomático) preferiría responder: porque el nivel no se construye con discursos, sino con trabajo académico real, ese que casi nadie quiere pagar ni reconocer porque no luce tanto como cortar un listón.
El deterioro del posgrado es también político, aunque nadie lo admita. Lo político no solo como disputa de poder, sino como hábito de administrar la educación como si fuera un inventario de víveres. ¿Hay demanda? Abrimos. ¿No hay demanda? También, pero con otro nombre. ¿Los profesores no dan el ancho? Se tolera. ¿El programa no tiene identidad? Se improvisa. Así se va acumulando una especie de sedimentación gris que acaba sofocando lo que alguna vez pudo ser una idea decente.
Y mientras tanto, vemos cómo otros países (países a los que les encanta que México siga distraído) fortalecen sus posgrados en serio: con investigación, con profesores que publican sin tener que pedir permiso, con recursos, con planeación de largo plazo. Nosotros, en cambio, nos acostumbramos a esperar milagros de estructuras agotadas, como si la calidad educativa fuera un gesto patriótico.
No lo digo desde la amargura. Lo digo desde la experiencia.
He visto programas que podrían brillar si alguien les metiera disciplina intelectual, visión y un poco de vergüenza institucional. He visto generaciones de estudiantes que tienen más hambre de conocimiento que muchos profesores que se declaran “expertos”. He visto comités que nunca leen un proyecto, pero aprueban todo por unanimidad. Y he visto, también, la potencia que tendría México si tratáramos el posgrado con la seriedad que le damos a un conflicto político. Porque para eso sí somos buenos: para pelear. Para planear, no tanto.
Quizá esta columna suene dura.
Bueno.
Qué bueno.
A veces la única manera de señalar un incendio es admitir que ya huele a humo.
Y, aun así, sigo pensando (de verdad lo digo) que México no está condenado a este deterioro. Lo que está condenado es el sistema que se niega a cambiar mientras finge que cambia. Lo que está condenado es el discurso que presume logros que nadie encuentra. Lo que está condenado es el hábito de esconder la mediocridad detrás de frases motivacionales.
El conocimiento, cuando se toma en serio, es otra cosa: exige tiempo, exige rigor, exige institucionalidad. Y exige valentía. Mucha valentía.
De esa de la que ya no abunda.
SEMBLANZA DEL AUTOR
Dr. Luis Enrique Sánchez Díaz es profesor investigador en la BUAP, analista político y autor de múltiples columnas sobre educación, poder y cultura digital. Su trabajo combina crítica estructural, ironía fina y una visión profunda de las instituciones mexicanas. Comparte sus análisis en Periodismo Hoy, su blog personal y espacios de divulgación académica. También desarrolla investigación sobre algoritmos, gobernanza digital y libertad de expresión.
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Autor
Redacción PH
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