24 marzo, 2020
Redacción PH
Redacción
En 1825, ni los doctores ni los pacientes eran los más limpios, como ahora lo son los primeros actualmente; igualmente, sus condiciones de trabajo eran sucias, pues los hospitales eran caldos de infecciones, tanto, que era más seguro ser tratado en casa que en un hospital, las cuales eran conocidas como “Casas de la muerte”, pero Ignaz Semmelweis, intentó cambiar esos hábitos a través de un sistema de lavado de manos.
“A mediados del siglo XIX, se pensaba que las enfermedades se propagaban a través de nubes de un vapor venenoso en el que estaban suspendidas partículas de materia en descomposición llamadas ‘miasmas'”, le dijo a la BBC el doctor Barron H. Lerner, miembro de la facultad de la Escuela Langone de Medicina de la Universidad de Nueva York.
De acuerdo con la BBC, en 1840, el médico húngaro implementó un sistema de lavado de manos en el Hospital General de Viena, con lo cual buscaba reducir la muerte en los partos, lo que le costó que sus colegas lo bautizaron como el “Salvador de madres”.
Semmelweis se percató que las mujeres embarazadas con desgarros vaginales en el parto, eran las que corrían más riesgo, sobre todo porque sus heridas eran ideales para las bacterias de los cirujanos y médicos, pero en 1847, cuando uno de sus colegas murió por una herida en la mano, obtuvo una gran pista, ya que él tuvo los mismos síntomas que las mujeres que morían después del parto.
Su amigo se lesionó mientras diseccionaba a un niño, un proceso fatal para la época, y muchos hombres que practicaban la disección atendían enseguida a mujeres si guantes, siendo que las mujeres que daban a parto y eran atendidas por ellos, presentaban más muertes, mientras que las que eran atendidas por parteras presentaban menos defunciones.
En ese tiempo, el asunto de los gérmenes no era atendido, y se argumentaba que si la contaminación por la fiebre puerperal, causada por los cadáveres, no se podía controlar en los hospitales, era mejor demolerlos, en lo cual no estaba de acuerdo Semmelweiss, quien optó por una medida simple: lavarse las manos.
Tras la práctica, la tasa de mortalidad en las salas de los estudiantes de medicina bajó considerablemente, pero no pudo convencer a todos sus colegas, a quienes llamó asesinos por no lavarse las manos.
Después, al regresar a su natal Hungría, fue médico honorario, aunque sin paga, de la sala obstétrica del Hospital Szent Rókus de Pest; con el paso de los años, su comportamiento fue errático y comenzó a sufrir depresión.
Irónicamente falleció a los 47 años, cuando un colega lo llevó a un manicomio y él, cuando intentó escapar, fue tan golpeado por los guardias que sufrió una herida que lo mató por la gangrena.