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Hace unos días, Simone Biles, la magnífica gimnasta norteamericana, decidió retirarse de la ronda final en la competencia por equipos que disputaba en los juegos olímpicos de Tokio. La noticia sacudió al mundo del deporte, no solo por la abrupta decisión de la deportista, sino por los motivos que tuvo para hacerlo. Estas fueron sus palabras: “[Siento] el peso del mundo sobre [los] hombros”, “Sé que me lo sacudo y hago que parezca que la presión no me afecta, pero, maldita sea, a veces es difícil”.

Al igual que la mayoría de las gimnastas, Biles, inició su carrera a temprana edad; la combinación de carisma y talento, pronto la convirtieron en la gran figura del equipo estadounidense. Durante los juegos olímpicos, celebrados en Río de Janeiro, obtuvo cuatro medallas de oro y una de bronce y, se esperaba que, en la actual competencia olímpica, ejecutara el “Yurchenko”, que es uno de los saltos con mayor grado de dificultad y únicamente ella, después de años de entrenamiento, se atrevería a realizarlo. La determinación de la campeona olímpica de retirarse a mitad de la competencia fue sorprendente, pero, lo que más ha llamado la atención, es su valentía para reconocer que la presión la había sobrepasado y la necesidad que tiene de atenderse emocionalmente.

Hace un par de años, el infame médico del equipo norteamericano de gimnasia (USA Gymnastics), fue encontrado culpable de abusar sexualmente de cientos de niñas y jóvenes -se cree que fueron más de 350-; entre las afectadas, se encuentra Simone.

“La mayoría de ustedes me conocen como una chica feliz, risueña y enérgica. Pero últimamente me he sentido rota y cuanto más intento apagar la voz en mi cabeza, más fuerte grita. Ya no tengo miedo de contar mi historia”.

Con esas palabras, escritas en su cuenta de Instagram, la campeona olímpica dio un paso al frente para señalar a los culpables, y desde entonces, no ha cesado en su lucha por obtener justicia; tanto así, que rechazó la enorme oferta económica ofrecida por USA Gymnastics, y junto con otras 140 víctimas, demandó al Comité Olímpico y Paralímpico de Estados Unidos.

Participar en los juegos olímpicos suele ser el sueño de los deportistas de alto nivel, pero casos como el de Simone, demuestran el alto precio que, en ocasiones, puede tener el oro olímpico; y para recordarlo, basta pensar en la imagen de la joven que hace algunos años, fue la primera en lograr la perfección en las barras asimétricas. No es necesario haber presenciado los juegos olímpicos de Montreal 1976 para reconocerla, ya que la simple mención de su nombre nos remite a la excelencia. Hay un antes y un después en la gimnasia, desde el día en que Nadia Comăneci se plantó con firmeza en el suelo, después de ejecutar la rutina más espectacular que cualquiera hubiera imaginado.

 

El día que la joven rumana, de apariencia infantil, -tenía 14 años cuando compitió en Montreal-, alcanzó la máxima calificación en gimnasia, no solo revolucionó a su deporte, también irrumpió en la vida de millones de hogares en todo el mundo. Proveniente un país perteneciente a la entonces llamada “cortina de hierro”, el encanto de la pequeña rumana entró con fuerza en el mundo capitalista e hizo que, al menos dos generaciones de niñas hicieran piruetas enfundadas en sendos trajes de nylon, mientras soñaban con colgarse las doradas medallas. El “efecto Nadia”, se sintió con tanta fuerza en nuestro país, que las escuelas de gimnasia parecían multiplicarse cada día, y en los siguientes años, cuando en los colegios se pasaba lista, fueron muchas las Nadias que dijeron “presente”, al mismo tiempo.

A diferencia de la chispeante Simone Biles, Nadia Comăneci tenía una personalidad introvertida; hablaba poco y casi nunca sonreía, sin embargo, su carisma era innegable. Así que, después de enamorar al mundo, regresó a Rumania con sus calificaciones perfectas y cargada de preseas; y fue entonces, cuando sus sueños -ya de por sí complicados-, se convirtieron en pesadillas.

La escritora Lola Lafon, en su libro La pequeña comunista que no sonreía nunca, narra la historia de Nadia; no a manera de biografía, sino en una novela que detalla los momentos que vivió la gimnasta rumana, desde su infancia, hasta su llegada a los Estados Unidos. A través de las páginas de esta obra, la autora sostiene una serie de conversaciones imaginarias con la gimnasta, tratando de acercarse a sus ideas y sentimientos. Con una mezcla precisa de ficción y realidad, la escritora, presenta un interesante panorama de la situación de que se vivía en la Rumania del dictador Ceaușescu y del modo en que los triunfos y fama de Comăneci fueron utilizados como propaganda para el régimen, relatando las terribles circunstancias en las que vivía la joven, asediada por el hijo del dictador; además de las tortuosas exigencias de entrenamiento a las que era sometida, y las numerosas humillaciones que tuvo que soportar; hasta que, desesperada, protagonizó una angustiosa y valiente fuga, para llegar en calidad de refugiada política a los Estados Unidos de América.

Por supuesto que no todas las historias de los deportistas de alto nivel son tan difíciles como las de Simone Biles y Nadia Comăneci, pero después de leer La pequeña comunista que no sonreía nunca, probablemente coincidirá conmigo, al pensar que el precio que se paga por una medalla, en ocasiones, es demasiado elevado; y, que, igual de triunfadora puede ser la persona que tiene el valor de competir, como la que se retira para encarar otros retos.

 

Adriana Hernández Morales

Título: La pequeña comunista que no sonreía nunca.

Autora: Lola Lafon

Editorial: Anagrama

(También disponible en formato electrónico).

Mi correo: adrianahernandez1924@gmail.com


Adriana Hernández, es miembro del Club Nacional de Lectura Las Aureolas, club fundado por Alejandro Aura en 1995. Es además una mujer comprometida con las causas sociales, abogada de profesión y lectora por vocación.