18 abril, 2021
Abel Pérez Rojas
Hay un fuego que radica en nuestro interior, es senda, refugio y es inextinguible.
Es inevitable que los años pasen sobre nosotros y que nos dejen múltiples efectos.
Frecuentemente perdemos salud, amigos, inocencia, fe y muchas otras cosas que son innumerables.
Parece que lo único que permanece, y por el contrario se acrecienta, son los achaques y la desconfianza en la humanidad.
Pero nos equivocamos, porque no todo es así.
No todo es así, porque hay un fuego que radica en nuestro interior que es inextinguible pese al paso del tiempo.
Ese fuego –por llamarle de alguna forma–, es una llama que todos podemos experimentar y que identificamos como algo sutil y trascendente.
Ese fuego trasciende al tiempo.
Es de gran utilidad acudir al simbolismo, específicamente a la mitología griega, para adentrarse en lo que aquí se aborda.
Encaja en esta reflexión el pasaje por el cual Prometeo roba el fuego a los dioses para entregárselos a los humanos.
De acuerdo con distintas interpretaciones del episodio, el fuego robado a los dioses simboliza la chispa de la consciencia y la senda espiritual por la cual los humanos pueden ascender a estratos superiores del ser.
Ese fuego es senda y es refugio.
Es inextinguible, cada persona puede vivirle a través de una experiencia íntima e intransferible, difícilmente comunicable.
Pero, pese a que todos podemos comprobar su existencia, se requiere disciplina, constancia e intuición afinada para trazar una vereda hacia él.
Siempre se agradece la utilidad de la literatura para poder aproximarnos a este tipo de asuntos.
Por ejemplo, hace poco escribí:
Te das cuenta que los años han pasado,
porque te miras al espejo,
ves al mismo tipo:
más ojeroso, más arrugado, menos cabello;
y el fuego —ese que brota hasta por los ojos—,
ya no es igual,
dejó de estar a ras de las pupilas
para yacer detrás de quien mira.
El fuego inextinguible está por todos lados.
Anima todo, constituye la raíz de lo que somos y de nuestros potenciales.
“La cosa más bonita que le puede pasar a un ser humano es descubrir el fuego sagrado, el fuego de su alma. Y hacer de todo para que la vida entera sea la expresión de esa alma” (Annie Marquier)
No importa que los efectos de los años dejen huella en nosotros, mientras el fuego que nunca se extingue nos sea cada vez más evidente y hallamos marcado una ruta de ida y vuelta hacia él.
El brillante Octavio Paz, en su profuso ensayo La llama doble. Amor y erotismo (México.1993), trazó un vínculo directo entre el fuego que no se extingue y el amor que todo lo cubre:
Al nacer, fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos nos hemos sentido regresar a la totalidad original. Por esto, las imágenes poéticas transforman a la persona amada en naturaleza -montaña, agua, nube, estrella, selva, mar, ola- y, a su vez, la naturaleza habla como si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es el mundo. También con los tres tiempos. El amor no es la eternidad; tampoco es el tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. No nos libra de la muerte pero nos hace verla a la cara. Ese instante es el reverso y el complemento del sentimiento oceánico. No es el regreso a las aguas de origen sino la conquista de un estado que nos reconcilia
con el exilio del paraíso. Somos el teatro del abrazo de los opuestos y de su disolución, resueltos en una sola nota que no es de afirmación ni de negación sino de aceptación.
Los años pasan, pero el fuego permanece.
¿O no?
Abel Pérez Rojas (@abelpr5) es escritor y educador permanente. Dirige Sabersinfin
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