Pan de muerto: del maíz al trigo, la hojaldra que nació en Puebla

Luis Enrique Sánchez Fernández
En los altares de noviembre, entre velas, flores de cempasúchil y fotografías, una pieza dorada y perfumada ocupa el centro de la ofrenda: el pan de muerto. En Puebla, esa pieza tiene nombre propio: la hojaldra. Su forma redonda, su aroma a anís o azahar y los “huesitos” que la adornan cuentan una historia que va mucho más allá del gusto; hablan de un proceso de fusión cultural que comenzó hace casi quinientos años.
Pan sin trigo: las ofrendas prehispánicas
Antes de que el trigo llegara a América, los pueblos mesoamericanos honraban a sus muertos con panes de amaranto y maíz, mezclados con miel de maguey o de abeja. Eran figuras humanas o corazones simbólicos que se ofrecían a los dioses durante las fiestas de Miccailhuitontli y Hueymiccaihuitl, dedicadas a los difuntos.
No había horno ni levadura: eran panes rituales, más cercanos al sentido espiritual que al alimento. Eran, literalmente, el cuerpo ofrecido en comunión con los antepasados.
El trigo llega con la cruz
Con la conquista, el trigo cruzó el Atlántico junto con los frailes evangelizadores. En los conventos de Nueva España, las manos indígenas aprendieron a amasar el nuevo grano, a fermentar, a hornear.
Fue entonces cuando la ofrenda de maíz se transformó en pan de trigo, y el símbolo prehispánico del sacrificio se reinterpretó bajo la mirada cristiana como el cuerpo de Cristo y promesa de resurrección.
Los conventos poblanos del siglo XVI y XVII —San Francisco, Santa Clara, Santa Rosa— fueron verdaderos laboratorios de esa transformación.
Allí se mezclaron las recetas españolas, los sabores indígenas y la imaginación barroca de las monjas, que dotaron a cada pan de sentido religioso y belleza estética.
Así nació el antecedente del pan de muerto, un alimento que ya no sólo nutría el cuerpo, sino también la fe y la memoria.
La hojaldra, orgullo poblano
El pan que hoy conocemos como hojaldra poblana apareció hacia el siglo XIX, cuando las panaderías de la ciudad comenzaron a incorporar nombres y técnicas francesas. No se trataba del verdadero hojaldre de capas finas, sino de una masa dulce, esponjosa y adornada con azúcar.
En Puebla, los panaderos —herederos de la tradición conventual— adoptaron el término “hojaldra” y lo convirtieron en un pan único: más grande, más perfumado y con personalidad propia.
Durante el Porfiriato, la influencia francesa se mezcló con el orgullo regional, y la hojaldra se consolidó como símbolo del Día de Muertos en el centro del país. Desde entonces, ningún altar poblano está completo sin ella: redonda como el ciclo de la vida, cubierta de azúcar que evoca la dulzura de la memoria, y decorada con tiras que representan los huesos del difunto.
Más que pan: una historia de identidad
Cada hojaldra es una lección de historia comestible: nació del maíz y del trigo, del altar indígena y del claustro español, del sincretismo que dio forma a la cultura poblana.
Su permanencia en las ofrendas no es sólo una costumbre, sino una afirmación de identidad: Puebla como punto de encuentro entre dos mundos, donde la muerte se honra no con temor, sino con arte, fe y sabor.
Es cuanto.
Autor
Luis Enrique Sánchez Fernández
Periodista, economista, historiador, universitario BUAP. Con más de 40 años en los medios, ha escrito en periódicos y revistas, ademàs colaborado para radio, televisión y portales digitales. Creador de Poblanerìas y fundador de PeriodismoHoy.com. Primer director de Radio BUAP hace 25 años. Impulsor del periodismo de investigación.
