Por Abel Pérez Rojas

I

Cuatrocientas palabras, cuatrocientas una, cuatrocientas dos… los vocablos brotan a marchas forzadas, la frente suda cuando se exprime a la inspiración y ésta regatea los frutos, quizá porque sea la mañana siguiente al Día de Reyes y han llegado regalos por todas partes.

Quinientas palabras parecen muchas, no obstante que se encuentra en el número cuatrocientos cincuenta, es como si se tratase de la antepenúltima ronda de natación y los pulmones parecen estallar envueltos en olor a cloro de la piscina habitual.

A poco trecho de conseguido el cometido, el cierre de la colaboración semanal surge como complicación.

Siempre es lo mismo, cuando empieza el escrito es como lanzarse al vacío, ya a la deriva el lapso de espera se hace crudo.

— ¡Ojalá no me estrelle y me salgan alas!, es la voz del pensamiento de siempre cuando está entrado en el texto y se acerca el final.

Un cierre digno es como un aterrizaje limpio.

II

A su mente viene la vieja mesa que le construyó su padre.

Parece que fue ayer cuando don Jesús le armó a su penúltimo hijo una especie de escritorio todoterreno con los vestigios de un viejo armario.

Cuatro polines tomados de alguna parte sirvieron como patas perfectas para ese “Frankenstein” construido con mucho cariño.

Los tirantes entre las patas de los costados fue lo de menos, dos tiras que alguna vez fueron parte de un embalaje de maquinaria sirvieron a la perfección.

En la casa del hermano mayor había suficiente espacio para acumular cosas “por si algún día llegan a ofrecerse”.

Eran los primeros días de un joven llegado a la capital del estado para empezar su camino universitario.

III

Curtido en la friega ruda de haber sido treinta y tantos años peón de vía en Ferrocarriles Nacionales de México, don Jesús era un hombre de pocas palabras.

Con falsos datos consiguió ingresar a la paraestatal a los dieciséis años de edad, aunque realmente tenía catorce.

Para muchos los catorce años es una edad en que aún se conservan hábitos de niño, pero para él, para Jesús, implicó echarse a cuestas kilos y más kilos que sumaron con los años toneladas de madera y hierro.

La carga descomunal en el cuerpo de un púber es algo que tarde o temprano pasa la nota de cobro, a Jesús, don Jesús, le fue cobrada con rodillas maltrechas y columna vertebral desviada.

Alcoholismo, ignorancia, cuasi inexistente orientación en la vida del púber Jesús. Inercia que le acompañó toda su vida.

IV

La vida junto a Jesús no fue fácil, nada fácil.

Es difícil vivir junto a alguien con nulo alfabetismo emocional.

Paradoja, junto a él estuvo un ángel, aunque él parece que nunca valoró.

Cosas de la vida, tienes frente a ti amor y cariño, pero eres tan ciego que no lo ves y optas por la existencia feral.

¿Se hereda la feralidad?

V

Los parques y jardines de la ciudad aún siguen ocupados por los niños que un día antes recibieron los regalos de los Reyes Magos.

Al fin quinientas palabras en la pantalla son la meta alcanzada y el alivio conseguido.

A pocas calles del punto de la brega literaria una tabla con zonas aún barnizadas, costado de un ropero color roble, es el tablero de ese mueble que ahora las nietas de don Chucho, como usualmente se le llamaba, usan.

El aterrizaje de la colaboración semanal no es el deseado, la pregunta de la posible feralidad heredada retumba en su cerebro.

Abel Pérez Rojas (abelpr5@hotmail.com) es escritor y educador permanente. Dirige Sabersinfin.com